miércoles, 12 de febrero de 2014


EL MURO DE LOS EXCESOS

Scorsese traza de manera frenética la biografía del último antihéroe financiero en 'El lobo de Wall Street', evadiéndose tanto del análisis del sector como de discursos complacientes

  

Hace algo más de tres siglos y medio los colonos holandeses levantaron en Nueva Ámsterdam, la actual Nueva York, una pared que les defendiera de los nativos. Por ello se bautizó a aquella pequeña arteria que confluía con Broadway como la calle de la pared: Wall Street. Si ese dique de madera y lodo contenía las embestidas de los legítimos ocupantes de aquellas tierras para cobijo de los colonos europeos, hoy día, el muro aloja, cinceladas entre sus interminables vericuetos, cifras, transacciones, regulaciones, directrices económicas… Operaciones financieras que parapetan de nuevo al avasallador.

Más allá de los militantes del entretenimiento, el espectador medio buscará en El lobo de Wall Street un grado más de conocimiento sobre estas prácticas y he aquí la decepción -prácticamente la única- que porta el último trabajo de Martin Scorsese. En consonancia con la coyuntura, varias cintas recientes han tratado de retratar este universo con mayor interés por un análisis riguroso. Margin call (2011), The company men (2010) o el oscarizado documental Inside job (2010) son algunas de ellas.

En un tono similar se movía Wall Street: el dinero nunca duerme (2010), que superaba en frivolidad a su antecesora, Wall Street (1987), donde un Oliver Stone en plena forma construía un inquietante thriller a base de una contienda de ambiciones sobre un fondo tan glamouroso como impío constituido tan sólo por la citada calle. Si la cinta se ha convertido con el transcurrir de los años en un todo un clásico, también puede considerarse como un icono del subgénero financiero. Y su protagonista, Gordon Gecko, como el antihéroe de la materia. El concepto de casualidad ha de ponerse en entredicho, por ello conviene revelar que Jordan Belfort, quien inspiró El lobo de Wall Street, era apodado de esta forma, Gordon Gecko, en los noventa. Su momento de gloria.

De esta manera, Scorsese toma los escasos cimientos que han edificado el exiguo subgénero del que hablamos para pasarlos por su personal tamiz. Las comparaciones con Casino (1995) han sido múltiples y justificadas. Sus similitudes se aprecian en el argumento -historia de ascensión y caída tan recurrida por el director italoamericano-, narración en off, en el frenético montaje, en sus pinceladas cómicas, en lo crudo -por momentos, aunque aquí Scorsese rebaja el tono- de ciertas escenas, en algún que otro secundario, en el lujo que define su dirección artística y vestuario… Sin embargo, esto no debe tomarse como un defecto y si no, sólo hay que echar un vistazo a la filmografía de Hitchcock o Woody Allen.
Y es que con sus señas identitarias, como todo buen artesano, Scorsese ha sabido diversificar su producto hacia la comedia, el drama o el thriller. No soy amante de la última etapa del director neoyorquino a excepción de la para mí sublime Infiltrados (2006), pero es innegable que Scorsese se reconcilia consigo mismo en una cinta libre y que fluye con naturalidad. Buena parte de la culpa la tiene la brillante adaptación de la autobiografía del infame Belfort realizada por Terence Winter. Winter pertenece a la generación de los cineastas que se han hecho un nombre en la pequeña pantalla, en este caso mediante la aclamada Los Soprano (1999-2007) y la también aplaudida Boardwalk Empire (2010-2014). Sus incursiones en el cine hasta la fecha habían sido inocuas: Get rich or die tryin’ (2005) y La ley de Brooklyn (2007). No obstante, la sintonía descubierta con Scorsese en su segundo trabajo televisivo le abrió las puertas del cine con mayúsculas, de las superproducciones y Winter, quien ya había aprobado sus anteriores desempeños cinematográficos, no ha defraudado. Candidato a estatuilla por esta labor, su victoria no sería ninguna sorpresa.
Así, El lobo de Wall Street se presenta como una gran película de entretenimiento. Un biopic más que ágil, frenético donde Di Caprio, aunque ya empiece a cansar como lo hizo Tom Cruise en su época de Rey Midas de Hollywood, lleva con holgura el peso protagonista. Cuando Hollywood corona a sus reyes, le cuesta prescindir de ellos y por esto hemos visto a Di Caprio en los últimos tiempos interpretar a sexagenarios como Hoover o Howard Hughes en biopics de amplio alcance cronológico, a adolescentes problemáticos o agentes de la CIA. En mi opinión su versatilidad no es infinita. No hay que eludir en el aspecto interpretativo el soporte aportado por una de las siluetas más demandadas de la industria hoy día, la de un Jonah Hill que lo borda de nuevo, justificando de paso el éxito y la enjundia -pese a su aparente levedad- de la nueva comedia yankee capitaneada por Judd Apatow, Seth Rogen o el propio Hill. Un efímero pero histriónico y divertidísimo Mathew McCounaghey, el aséptico John Favreu y un estirado Jean Dujardin forman, junto a los protagonistas, la avanzadilla de un elenco solvente que compone un retrato de Wall Street donde los billetes sirven para poco más que esnifar pero donde Scorsese -en otra de las virtudes del film, la de no tratar de aleccionar y dejar un cierto espacio a la reflexión- no permite ni un segundo de asueto dentro de un relato trepidante de ambigua moralidad que vislumbra por enésima vez, dentro de los confines del séptimo arte, la calle más paradigmática de la sociedad capitalista. La vigente pese a los últimos acontecimientos que cuestionan el sistema. La que, muy probablemente, seguirá acogiendo este estado imperante mientras siga existiendo un muro que contenga ciertas embestidas y esconda ciertos excesos.



 

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