viernes, 28 de febrero de 2014


¡CRUZAD LOS RAYOS!

 

El versátil Phillip Seymour Hoffman y Harold Ramis, referente de la comedia americana ‘ochentera’, serán recordados en una gala de los Oscar que obvia a veces el talento a cambio de confeti
 

 


Tantas veces y de tantas maneras diferentes representada en la gran pantalla, la muerte  no deja de desconcertar al público cuando alcanza a una estrella del celuloide. Normal. Los cineastas, sobre todo, los actores y actrices y, sobre todo, los que han levantado con sus trabajos la meca del cine yankee son héroes, villanos, compañeros inseparables, odiosas comparsas, musas, ídolos… Son la cara que la industria ha puesto a los sueños del vulgo.

La implacable ley natural ha privado a este público en los últimos compases del curso cinematográfico que marca, en su final y posterior inicio, la gala de los Oscar de dos referentes del mayor y más justo prestigio. En esta ceremonia veremos como se despide a dos hombres que, como suele suceder, no fueron reconocidos como merecían por la industria. Además de su muerte en sí misma, queda la frustración de su prematura defunción. Harold Ramis y Phillip Seymour Hoffman, tan diferentes en sus trayectorias como equivalentes en cuanto a talento, son historia del cine reciente y tenían aún mucho que ofrecer. En primer término, la esperada tercera parte de Los Cazafantasmas.
 

Fallecido en su hogar de California a los 69 años y debido a la vasculitis inflamatoria autoinmune, una enfermedad que padecía desde los cuatro años, Ramis no paró de trabajar hasta el último suspiro y ya perfilaba el borrador del guión de esta tercera entrega de la saga. La muerte de Phillip Seymour Hoffman se debió a motivos más lúgubres que contribuyen a construir la leyenda negra que rodea esta industria como retrató con maestría Sydney Kirkpatrick en la novela Un reparto de asesinos (1986) sobre la investigación que King Vidor realizó debido a la muerte sin resolver en 1922 del también director de cine William Desmond Taylor. Pero también el neoyorkino estaba sumido en proyectos de calibre como la continuación de otra saga, la de la exitosa y teenager Los juegos del hambre (2015).

No obstante, a Hoffman le recordamos por interpretaciones de mayor relumbre. Lo cierto es que si Ramis espació sus apariciones en las salas, Hoffman se pródigo como pocos y casi siempre con acierto y talento. Sus servicios fueron requeridos por los directores más heterodoxos como Charlie Kauffman (Synechdoque, New York (2008), Paul Thomas Anderson (Sydney (1996), Boggie Nights (1997), The master (2012)…) o Todd Solontz (Happynes) y por auténticos paradigmas del showbussiness como Tom Cruise quien le reclutó para la tercera parte de Misión imposible donde interpretó a un malo antológico y aterrador. No le proveyeron de gadgets, ni malformaciones, ni de pasado alguno que pudiera haber derivado en un trastorno maquiavélico. No era necesario. Igualmente nos hizo reír como el smiceriano ayudante del auténtico señor Lebowsky y nos conmovió como Truman Capote, film que le dio el Oscar (también fue candidato por La duda (2008) y The master (2012). La última noche (2002), Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007), Los idus de marzo (2011), State and main (2000), Casi famosos (2000)… Difícil encontrar una filmografía que se le acerque en la última década a las órdenes de los Lumet, Mamet, Cameron Crowe, Joel Schumacher, Spike Lee...
 

Ramis poseía una inquietud artística igual de prolífica aunque diversificada en las ramas interpretativa, literaria -a través de sus guiones- y como director, faceta que también desempeñó Hoffman en Jack goes boating (2010). Sus obras han quedado para la posteridad como iconos de la comedia ochentera americana; algo canalla pero bienintencionada. Los Cazafantasmas (1984) y su segunda parte (1989), El club de los chalados (1980) o El pelotón chiflado (1981) son ineludibles referentes de este ámbito cinematográfico que edificó junto a John Landis, John Belushi, Bill Murray (todos ellos procedentes de la comedia televisiva o radiofónica a través del programa Second City TV (1976-1981) o National Lampoon), Ivan Reitman o Dan Aykroid, uno de los creadores de Saturday Night Live (1975-actualidad) -programa que Ramis rechazó-, precursor televisivo de la stand up comedy americana que perfeccionó el humor de sketches y cantera inagotable de humoristas (Eddie Murphy, Billy Cristal, Chevy Chase, Mike Miers, Adam Sandler, Chris Rock, Jason Sudeikis…). De hecho su primera incursión en el cine vino mediante el impulso de este entorno y a través del guión que firmó con Douglas Kennedy y Chris Millar; Desmadre a la americana (1978) o, en su denominación original, National Lampoon’s Animal House, tercer film de John Landis que le propició de manera definitiva el beneplácito del medio.
 

Con el paso del tiempo Ramis se supo adaptar a las peticiones de una industria que nunca le hizo claudicar pero sí plegarse en cierto modo como demostró en las agradables pero inofensivas aunque exitosísimas Una terapia peligrosa (1999) y Otra terapia peligrosa. ¡Recaída total! (2002) lejos de guiones semitransgresores como los de Armados y peligrosos (1986) o Los incorregibles albóndigas (1979) o la citada Desmadre a la americana. Entre medias, joyitas como Atrapado en el tiempo (1993) o La cosecha de hielo (2005) que ofrecen su verdadera medida.

Hoffman lo consiguió. La vez que más cerca vio un Oscar Ramis -pese a la foto-fake de la cabezera- fue en la gala del 84 cuando Los Cazafantasmas optaron a Mejor Canción Original y Efectos Visuales aunque sí recibió un BAFTA a Mejor Guión Original por Atrapado en el tiempo. I just called to say I love you, de Stevie Wonder para La mujer de rojo -en una decisión que entiendo pero no comparto- y los responsables de Indiana Jones y el templo maldito, en la segunda categoría, privaron a Ramis de este avistamiento de la cumbre del star system. Hechos que relativizan el significado y trascendencia de los nombres que se lean en la madrugada del domingo. Pero aunque sepamos que el cine es pura fantasía y la ceremonia que lo celebra en su más alta instancia, muchas veces, una pantomima, que tire la primera piedra quien no tenga ya su quiniela. Podemos atribuirlo, en parte, a la tantas veces denominada “magia del cine” que ha muchos ha sumido hasta el tuétano en este mundillo y que nos hará imaginar los espectros de ambos sobrevolando las cabezas de los asistentes a la ceremonia del Dolby Theater o dejando el subsuelo moqueado. Esperemos que Dan Aykroid, Bill Murray, Ernie Hudson y Rick Moranis olviden aquellas aparatosas mochilas lanzadoras de rayos capturafantasmas. Quizás les persuada el convincente Owen Damian, todavía en busca de la pata de conejo. “¡No crucéis los rayos!”, advertían estos cuatro cazarrecompensas de lo oculto. En la madrugada del domingo se cruzarán en un alegato en pro del cine con mayúsculas y denostado por la industria.

 

 

 

miércoles, 12 de febrero de 2014


EL MURO DE LOS EXCESOS

Scorsese traza de manera frenética la biografía del último antihéroe financiero en 'El lobo de Wall Street', evadiéndose tanto del análisis del sector como de discursos complacientes

  

Hace algo más de tres siglos y medio los colonos holandeses levantaron en Nueva Ámsterdam, la actual Nueva York, una pared que les defendiera de los nativos. Por ello se bautizó a aquella pequeña arteria que confluía con Broadway como la calle de la pared: Wall Street. Si ese dique de madera y lodo contenía las embestidas de los legítimos ocupantes de aquellas tierras para cobijo de los colonos europeos, hoy día, el muro aloja, cinceladas entre sus interminables vericuetos, cifras, transacciones, regulaciones, directrices económicas… Operaciones financieras que parapetan de nuevo al avasallador.

Más allá de los militantes del entretenimiento, el espectador medio buscará en El lobo de Wall Street un grado más de conocimiento sobre estas prácticas y he aquí la decepción -prácticamente la única- que porta el último trabajo de Martin Scorsese. En consonancia con la coyuntura, varias cintas recientes han tratado de retratar este universo con mayor interés por un análisis riguroso. Margin call (2011), The company men (2010) o el oscarizado documental Inside job (2010) son algunas de ellas.

En un tono similar se movía Wall Street: el dinero nunca duerme (2010), que superaba en frivolidad a su antecesora, Wall Street (1987), donde un Oliver Stone en plena forma construía un inquietante thriller a base de una contienda de ambiciones sobre un fondo tan glamouroso como impío constituido tan sólo por la citada calle. Si la cinta se ha convertido con el transcurrir de los años en un todo un clásico, también puede considerarse como un icono del subgénero financiero. Y su protagonista, Gordon Gecko, como el antihéroe de la materia. El concepto de casualidad ha de ponerse en entredicho, por ello conviene revelar que Jordan Belfort, quien inspiró El lobo de Wall Street, era apodado de esta forma, Gordon Gecko, en los noventa. Su momento de gloria.

De esta manera, Scorsese toma los escasos cimientos que han edificado el exiguo subgénero del que hablamos para pasarlos por su personal tamiz. Las comparaciones con Casino (1995) han sido múltiples y justificadas. Sus similitudes se aprecian en el argumento -historia de ascensión y caída tan recurrida por el director italoamericano-, narración en off, en el frenético montaje, en sus pinceladas cómicas, en lo crudo -por momentos, aunque aquí Scorsese rebaja el tono- de ciertas escenas, en algún que otro secundario, en el lujo que define su dirección artística y vestuario… Sin embargo, esto no debe tomarse como un defecto y si no, sólo hay que echar un vistazo a la filmografía de Hitchcock o Woody Allen.
Y es que con sus señas identitarias, como todo buen artesano, Scorsese ha sabido diversificar su producto hacia la comedia, el drama o el thriller. No soy amante de la última etapa del director neoyorquino a excepción de la para mí sublime Infiltrados (2006), pero es innegable que Scorsese se reconcilia consigo mismo en una cinta libre y que fluye con naturalidad. Buena parte de la culpa la tiene la brillante adaptación de la autobiografía del infame Belfort realizada por Terence Winter. Winter pertenece a la generación de los cineastas que se han hecho un nombre en la pequeña pantalla, en este caso mediante la aclamada Los Soprano (1999-2007) y la también aplaudida Boardwalk Empire (2010-2014). Sus incursiones en el cine hasta la fecha habían sido inocuas: Get rich or die tryin’ (2005) y La ley de Brooklyn (2007). No obstante, la sintonía descubierta con Scorsese en su segundo trabajo televisivo le abrió las puertas del cine con mayúsculas, de las superproducciones y Winter, quien ya había aprobado sus anteriores desempeños cinematográficos, no ha defraudado. Candidato a estatuilla por esta labor, su victoria no sería ninguna sorpresa.
Así, El lobo de Wall Street se presenta como una gran película de entretenimiento. Un biopic más que ágil, frenético donde Di Caprio, aunque ya empiece a cansar como lo hizo Tom Cruise en su época de Rey Midas de Hollywood, lleva con holgura el peso protagonista. Cuando Hollywood corona a sus reyes, le cuesta prescindir de ellos y por esto hemos visto a Di Caprio en los últimos tiempos interpretar a sexagenarios como Hoover o Howard Hughes en biopics de amplio alcance cronológico, a adolescentes problemáticos o agentes de la CIA. En mi opinión su versatilidad no es infinita. No hay que eludir en el aspecto interpretativo el soporte aportado por una de las siluetas más demandadas de la industria hoy día, la de un Jonah Hill que lo borda de nuevo, justificando de paso el éxito y la enjundia -pese a su aparente levedad- de la nueva comedia yankee capitaneada por Judd Apatow, Seth Rogen o el propio Hill. Un efímero pero histriónico y divertidísimo Mathew McCounaghey, el aséptico John Favreu y un estirado Jean Dujardin forman, junto a los protagonistas, la avanzadilla de un elenco solvente que compone un retrato de Wall Street donde los billetes sirven para poco más que esnifar pero donde Scorsese -en otra de las virtudes del film, la de no tratar de aleccionar y dejar un cierto espacio a la reflexión- no permite ni un segundo de asueto dentro de un relato trepidante de ambigua moralidad que vislumbra por enésima vez, dentro de los confines del séptimo arte, la calle más paradigmática de la sociedad capitalista. La vigente pese a los últimos acontecimientos que cuestionan el sistema. La que, muy probablemente, seguirá acogiendo este estado imperante mientras siga existiendo un muro que contenga ciertas embestidas y esconda ciertos excesos.



 

lunes, 10 de febrero de 2014


 
OFICIO ENTRE SUSPICACIAS 
 
‘La gran estafa americana’ de David O. Russell, una de las favoritas para los Oscar, exhibe un buen número de virtudes aunque no se correspondan con su meritorio previo a la gala
 
 
     
 
Las expectativas son, sin duda alguna, condicionantes si no absolutos sí de relevancia mayor a la hora de encarar un relato. Sobre papel, celuloide… tablet hoy en día, la predisposición del espectador -en el ámbito cinematográfico, centrémonos en el asunto- es determinante y éste es un punto capital a la hora de juzgar estas cintas facturadas, distribuidas o promocionadas de cara a los Oscar como La gran estafa americana.
 

Como suele ocurrir en las semanas que preceden a esta gala, las candidaturas para los Oscar y los réditos obtenidos en sus cada día más prestigiosos hermanos menores, los Globos de Oro, aportan un veredicto previo que, a menudo, pesa. Para el último film de David Owen Russell es una losa. “Que le quiten lo bailao”, pensarán muchos con razón. El impulso que ha obtenido la película merced a lo mencionado, consecuencia pura y explícita de la esencia de esta industria, ha aupado ya a La gran estafa americana a un pedestal del que muy probablemente caerá en unos días aunque ya haya adquirido un alto prestigio entre sus potenciales espectadores. Afirmación rotunda susceptible de importantes matices, eso sí.

La película de Russell se postula con sus diez aspiraciones en la ceremonia que presentará la ácida Ellen DeGeneres -aunque un caramelo si la comparamos con Ricky Gervais- como una de las triunfadoras de la noche junto a Gravity, que la iguala en este aspecto, y Doce años de esclavitud, con nueve ocasiones en las que su equipo apretará los puños. Quizás la original Her de Spike Jonze o Nebraska con un, dicen, magistral Bruce Dern en un papel que era para Gene Hackman, pueden dar la sorpresa dentro de una edición en la que no se atisban grandes triunfadoras.

Competente en todos los ámbitos, La gran estafa americana opta a estatuilla en los apartados más relevantes. Y es que aunque ignoremos el confeti propagandístico lanzado a sus pies por los jerifaltes de la industria, el film sigue siendo un gran trabajo. No obstante, en un año sin superproducciones redondas, la cinta  de los Bale, Renner, Lawrence, Cooper o Adams es una de las que más se acercan a la definición, paradigma de Hollywood y de los Oscar por ende. 

 


La notoriedad del responsable de la cinta, el neoyorquino David O. Russell arranca para el vulgo cinematográfico con la muy competente Tres reyes (1999) aunque, en realidad, Russell había llamado la atención de la industria cinco años antes con Sparking the monkey, Premio del Público en Sundance, lo que le permitió filmar Flirteandocon el desastre, con Ben Stiller, Tea Leoni y Patricia Arquette. Tras la original Extrañas coincidencias (2004), el cineasta de Nueva York comenzó a solicitar su ingreso en las grandes ligas de manera arrolladora mientras levantaba sólidas suspicacias en un entorno que observa atónito sus tres nominaciones seguidas a mejor director: The fighter, El lado bueno de las cosas y esta La gran estafa americana.  

 
No obstante, este contexto no debe aislar al espectador de la realidad. Y es que el último trabajo del neoyorquino es una gran película. Una de las mejores del año. Sin duda. Sus candidaturas no son gratuitas y en sus casi 140 minutos de metraje se alternan interpretaciones creíbles, una buena dirección, un diseño de producción maravilloso, un guión audaz que se cierra sin flecos… Russell dibuja una maraña de engaños y ambiciones aliñada con la tensión del thriller y lo distendido del género cómico. Cada cual en su justa medida. La naturalidad de sus protagonistas femeninas es pasmosa aunque la transformación excesiva de sus parteneires masculinos chirríe un tanto. El film también retrata con fidelidad -hasta donde podemos saber o intuir- la Norteamérica de los setenta. Con todo, la obra de Russell pasa el corte con holgura aunque carezca quizás del corazón que se le presuponen a las grandes obras dentro de un curso cinematográfico en el que han sido desterradas a un segundo plano en la alfombra roja. Entristece pero no sorprende.